La casa de los espejos de Iñárritu

Esta crítica fue publicada originalmente en el suplemento Cortometraje del periódico Provincia durante la pasada edición del Festival Internacional de Cine de Morelia. Se reproduce con su autorización.

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La experiencia de una película es en muchos sentidos una conversación con su director. Una forma en que estos nos comparten o muestran sus curiosidades, intereses u obsesiones.

De acuerdo a la teoría del autor desarrollada en los años 40s del siglo pasado por los integrantes de la Nueva Ola Francesa (críticos convertidos eventualmente en cineastas), es el director el verdadero responsable creativo y artístico de un filme. Son su visión estética y narrativa y sus temas de conversación los que se ven plasmados en su filmografía, y casi siempre es posible encontrar en sus películas un común denominador.

Los universos sórdidos y existencialistas, reflexivos e introspectivos sobre personajes conflictuados por su vida y su entorno han sido el común denominador de la filmografía de Alejandro González Iñárritu.

De las cinco películas que ha realizado, las tres primeras (Amores Perros, 21 Gramos y Babel) contaban además con la particularidad de ser historias fragmentadas o que mostraban tramas que se cruzaban y afectaban casi sin saberlo. También con que se trató de filmes realizados en mancuerna con quien fuera su guionista de cabecera: Guillermo Arriaga.

Biutiful, una suerte de filme de transición en su carrera hacia una nueva dinámica de trabajo, ya sin Arriaga y con un personaje protagónico claro e identificable, no quitó el dedo del renglón de los temas habituales de Iñárritu: las preguntas profundas de un hombre sobre su vida, sobre lo que dejará atrás, sobre esa responsabilidad y carga existencial y hasta dónde se puede llegar por quitarse de encima ese peso.
Birdman, filme que inauguró el pasado viernes la actual edición del Festival Internacional del Cine de Morelia, sigue esa línea y se atreve a ir más allá, sumando temas y reflexiones muy propias y cercanas al realizador, a su actividad artística y al contexto en el que vive y trabaja.

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Riggan Thomson (un espléndido Michael Keaton) es un actor cuya fama ha quedado un tanto en el olvido. Un par de décadas atrás, Riggan fue el actor que le dio vida a Birdman, superhéroe fílmico que lo etiquetó y encasilló, y del que ahora pretende escapar a través de la puesta en escena en Broadway de una obra de Raymond Carver (que él mismo adapta, dirige y protagoniza), lo que significaría un exitoso regreso para su carrera. El camino hacia el estreno de la obra obviamente estará lleno de conflictos, problemas y dificultades, internas y externas.

Y aquí es donde el juego de la casa de los espejos de Iñárritu comienza.

Las preguntas que se hacen Riggan e Iñárritu tienen que ver con una necesidad de permanencia en el imaginario colectivo, la confirmación de su trascendencia como artistas, la incertidumbre y el miedo a caer en el olvido a pesar de haber sido ovacionados y aplaudidos en el pasado. La batalla con el ego desmedido que pide reconociemnto, aceptación y un lugar en la boca de todos.

Para ello, Iñárritu ubica su historia en un espacio donde desde la primera escena, cuando vemos a Riggan en posición de flor de loto flotar a la mitad de su departamento es difícil definir con certeza lo creíble y lo increíble, lo fantasioso y lo real.

Inmediatamente escuchamos la conversación mental de Riggan, quien vive en permanente batalla por controlar a su lado oscuro, su Mr. Hyde, que cuando llega a manifestarse físicamente, no es otro que él mismo en traje de Birdman.

No es accidental que el papel de Riggan haya caído en manos de Michael Keaton, espléndido actor que ha pagado con creces el haber interpretado personajes icónicos en diferentes momentos de su carrera, y que para una gran mayoría son el único recuerdo de su actividad como actor: Beetlejuice y Batman.

Birdman es a Keaton lo que en la ficción de la película la obra de teatro es a Riggan. Una oportunidad de que los vean como lo que pueden ser, lo que ellos creen o están convencidos de ser. Ese podría ser el más evidente juego de espejos del filme. Pero está lejos de ser el único.

Como descubrimos en los primeros minutos del filme, a través de diálogos incisivos, directos y cargados de humor negro y referencias a la propia industria fílmica actual, el miedo de estos artistas radica en caer en el olvido, en confirmar que su vida artística fue intrascendente, que, como bien apuntan en algún momento, les puede pasar lo que a Farrah Fawcett como personaje público el día de su muerte, acabar relegada en las noticias y en la memoria colectiva porque en esa fecha también falleció Michael Jackson.

Entonces aparece el espacio para digresiones y guiños que hablan de la fiebre del cine hollywoodense actual por las franquicias y los superhéroes (en un punto, haciendo evidente la sátira al respecto, la película se transforma por unos minutos en la escena típica de cine de acción de efectos especiales, con monstruos, superhéroes y un despliegue policíaco-militar), por los actores que han hecho carreras de la mano de estas sagas, por el desdén del teatro al cine, la superficialidad de la mayoría de los productos de la maquinaria hollywoodense, o la diferencia entre ser un artista o una celebridad. Todos, temas de natural interés para Iñárritu, Keaton y compañía.

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Dejándose llevar en los guiños a lo que rodea a la industria del cine, Iñárritu pone a cuadro su sentimiento sobre la labor de la crítica especializada (en este caso teatral, aunque por extensión se entiende que también la cinematográfica) cuando presenta al personaje de la temible crítica del New York Times, capaz de amenazarlo con destruir su obra, incluso sin verla. Una exageración que habla más de lo que cree el realizador que de la realidad de la industria y de la crítica profesional.

En otro punto, exhibe la frágil psicología de las actrices cuando en un momento de conflicto frente al cercano estreno, Lesley (Naomi Watts) se cuestiona por qué tiene tan poca autoestima y se deja tratar de cierta manera por otro de los actores (un notable Edward Norton en el papel del actor que llega al rescate de la obra gracias a ser un consentido del público y de la prensa), para recibir por respuesta un lapidario: porque eres actriz.

En términos coloquiales, Iñárritu no deja títere con cabeza a la hora de soltar sus diatribas contra la industria de cine y sus formas de trabajar.

Y lleva hasta sus últimas consecuencias estas ideas, esta necesidad de enfrentarse a los propios demonios y de tener que ser parte del sistema, de sacar provecho de esto último, aunque se le odie un poco.

Mención aparte merece el extraordinario trabajo y propuesta técnico-artística-narrativa de Emmanuel Lubezki, director de fotografía de la película.

La película en su totalidad es un truco de edición y fotografía que busca hacer creer al espectador que se trata de una muuuy larga plano secuencia, de una cámara en constante movimiento, siguiendo actores y acciones, que jamás descansa, ni hace pausa, ni corta.

El logro no está solamente en poder encontrar los puntos en que el movimiento de la cámara, el paso por un punto oscuro o luminoso, la toma fija del cielo, se convierten en el ‘corte’ para pasar a una nueva escena que aparenta ser algo continuo, sino en que en esas pausas hay también saltos de tiempo, de horas o días, y que en ningún momento resultan confusas para el espectador.

La cámara puede pasear por una habitación, detenerse en un poster por un instante y seguir con su movimiento para al abrirse de nuevo a los personajes que acabamos de ver segundos atrás, llevarnos a lo que puede seguir de su conversación o acciones pero en un día distinto.

En ese sentido, Birdman es un ensayo cinematográfico sobre las posibilidades narrativas de estos trucos y herramientas digitales. Una prueba más de que Emmanuel Lubezki (reciente ganador del Oscar por su trabajo en Gravity de Alfonso Cuarón) está en un nivel separado del resto de sus colegas cinefotógrafos.

También es de destacar la banda sonora del filme, una interesante y curiosa mezcla que por un lado utiliza piezas de música clásica de Beethoven, Mahler o Rachmaninov, y por otra un fondo de percusiones y ritmos sincopados que provee de un ambiente muy particular a las reflexivas e introspectivas escenas en las que los protagonistas están en algún tipo de conflicto. Esta última parte es responsabilidad de Antonio Sánchez, reconocido baterista de jazz mexicano, integrante de Pat Metheny Group.

Sin duda, Birdman es una película para ver varias veces, para descubrir sus guiños y sus diferentes conversaciones, inquietudes y preocupaciones. Para entablar una conversación con Iñárritu sobre lo que le llama la atención y le preocupa de su trabajo, de su carrera y de la industria en la que trabaja.

Un sórdido y crudo retrato de quienes pelean con su ego constantemente, con un refrescante tono de humor negro que no por eso la hace menos incisiva. Un muy interesante paso en la carrera de Iñárritu.

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